Razones para dejar la profesión bibliotecaria

Comencemos con un toque positivo: hay no pocas razones para trabajar como bibliotecario (público, en el contexto de este blog). Desde las más “elevadas”, como la oportunidad de trabajar en una institución dedicada a la cultura y a la difusión de la lectura, hasta otras más peregrinas pero no menos importantes, como las buenas condiciones sociales con las que cuenta un trabajo en la administración pública. Sea cual sea el motivo por el que se llegue a trabajar en una biblioteca pública, seguro que se puede encontrar una motivación para continuar en el puesto.

No obstante, las cosas no siempre resultan así de positivas. A veces, el camino se tuerce y hay quien decide dejarlo antes de seguir haciéndose daño, o antes de seguir estancado en una profesión en la que ya no se reconoce.

Uno de los fenómenos curiosos que en EEUU ha venido asociado a la pandemia de coronavirus ha sido la llamada Gran Renuncia, o Great Resignation: un abandono masivo de puestos de trabajo en busca de mejores oportunidades laborales. El sector bibliotecario del país parece que también se ha visto afectado por el fenómeno, y a juzgar por un artículo publicado hace unos meses en American Libraries Magazine, los motivos tienen raíces profundas y apuntan a problemas enquistados.

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¿Cuál debería ser el papel de los bibliotecarios en la recomendación de lecturas?

A nadie se le escapa que la biblioteca pública es un lugar que parece estar en una posición privilegiada para ayudar al público a encontrar nuevas lecturas, ya sea en aquellos géneros de su preferencia o descubriéndole nuevos puertos de entrada a las letras. La cuestión pasa entonces por clarificar cómo hacerlo. Es decir, ¿qué papel habrían de tener los bibliotecarios a la hora de recomendar lecturas al público? 

De eso es de lo que nos hablan Jośe Antonio Gómez Hernández y Tomás Saorin en un artículo publicado en The Conversation, Qué leer: la compleja tarea de los mediadores públicos para recomendar lecturas . Es un buen texto, y en líneas generales me parece acertado, aunque tengo algunas dudas sobre ciertas afirmaciones (explícitas o implícitas). 

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¿Qué deberíamos hacer con la colección que no sale en préstamo?

Parafraseando la frase de Nietzsche, hay un fantasma que recorre las bibliotecas públicas, y su nombre es «bajo número de préstamos». Me refiero a esa fracción de la colección (más o menos sustanciosa, según el caso) que o bien no ha salido nunca en préstamo o hace mucho que no sale.

¿Qué deberíamos hacer con ella?

Digo «deberíamos» porque lo que tendríamos que hacer en principio está claro: espurgarla, eliminarla. Esto es así porque la mayoría de sistemas bibliotecarios cuentan (o deberían contar) con directrices para el mantenimiento y el espurgo de la colección, que aseguren el crecimiento cero de la misma y su mejor aprovechamiento.

Además, hay otro argumento de peso: la biblioteca pública es una institución que también ha de dar cuenta de la calidad de la gestión y de cómo se invierten y se aprovechan los recursos que se le destinan.

Sumemos a lo anterior que en teoría la biblioteca pública ha de dar repuesta a las necesidades de sus usuarios: la falta de uso de una fracción de la colección puede ser tomada como un indicativo de que esa fracción no interesa (por los motivos que sea) a los usuarios a los que se supone que ha de servir.

La cuestión, pues, debería estar clara: hay que deshacerse de esa colección que no sale en préstamo.

Entonces, ¿por qué podemos encontrarnos con reticencias a tomar ese camino?

Confieso que como usuario y como bibliotecario no es una perspectiva que me entusiasme. Prefiero bibliotecas cuanto más surtidas mejor, pero eso no niega la verdad de lo dicho hasta ahora.

Supongo que una fuente de resistencia proviene del hecho de que cuesta mucho tiempo y esfuerzo crear una colección sólida, y en esa empresa se invierte la ilusión y el saber hacer de muchos bibliotecarios. Pero eso tampoco niega la verdad de los argumentos para deshacerse de una colección que parece no interesar al usuario final.

Otra fuente de resistencia es contraponer la tarea diaria del bibliotecario a los fríos números e indicadores: estos últimos son un blanco ideal para ser caricaturizados como el producto de burócratas que sólo trabajan para mayor gloria de «la Administración», y no «para la gente». No es que yo sea amigo de los fríos indicadores, pero tampoco veo que eso niegue la evidencia: si con la falta de uso los usuarios nos dan a entender que lo que les ofrecemos no les interesa, ¿hemos de seguir perseverando en esa dirección?

Hay otros dos argumentos que creo que son de más calado que los anteriores.

El primero viene a decir que las bibliotecas no son un gasto, sino una inversión, y que en todo caso más se gasta en otras cuestiones inútiles (y aquí el lector puede traer a colación su ejemplo favorito de gasto exorbitante e inútil por parte de su político odiado favorito). Creo que es un buen argumento, pero una vez más creo que no es definitivo: repitamos que la misma naturaleza de la biblioteca pública y de sus funciones lleva a replantear que algo ha de hacerse con esa colección que no demuestra satisfacer las necesidades de los usuarios y sus intereses (sean esos los que sean). Y ello es independiente de que las autoridades de turno derrochen más o menos el dinero público en otros menesteres.

El segundo es que una biblioteca pública no es una librería. Con independencia de que el público se lleve en préstamo o no ciertos documentos, se puede argumentar que éstos han de seguir formando parte del fondo: quizá por su calidad o relevancia, o quizá por el alcance universal de los fondos bibliotecarios. Eso no quita que la colección necesite ser evaluada y espurgarda periódicamente, y el número de préstamos seguirá siendo un indicador para ello. Pero el argumento da cierto margen para la negociación.

Al margen de todo lo dicho, creo que hay un aspecto de la cuestión de suele tratarse poco y que en realidad es de lo más relevante: ¿sorprende que haya documentos que no salgan nunca en préstamo si no se les ofrece visibilidad?; ¿sorprende que haya secciones infrautilizadas si no se las difunde?; ¿sorprende que los usuarios no utilicen ciertas secciones si ni siquiera saben que existen, o si a los mismos bibliotecarios no les importan y las desconocen?; ¿sorprende que no sientan el mínimo interés si no se piensa en ofrecer actividades de extensión cultural, proyectos y demás?

Nada de lo anterior garantiza que los documentos salgan en préstamo, en particular si hablamos de ciertos formatos (como el CD, que tiene todos los visos de acabar desapareciendo de las bibliotecas). Pero aparte de las novelas del momento, el préstamo suele necesitar un trabajo continuado de visibilización de los documentos, de recomendación, de plantear nuevas y mejores formas de exhibir lo que se tiene.

No juega nada a favor de esas necesidades el hecho de que el perfil laboral del bibliotecario se haya ido escorando cada vez más a funciones diferentes a las «tradicionales», para acabar siendo un batiburrillo entre trabajador social, auxiliar administrativo y técnico informático.

Si se quiere de verdad que la colección física tenga más éxito y posibilidades de perdurar, hay que implicar más al personal bibliotecario, hay que pensar más en la cuestión y hay que apostar por un perfil orientado a la recomendación y al trabajo cultural. Piensen si no en cómo las librerías tienen muy claro el concepto: es casi impensable una librería moderna que no lo juegue todo a exponer y visibilizar su razón de ser de todas las maneras a su alcance.

Insisto que esa actitud más proactiva no garantiza nada, porque las tendencias globales en el consumo cultural escapan a nuestro control. Y tampoco es que esa actitud esté ausente en todos los bibliotecarios: seguro que muchos la han interiorizado y forma parte de su día a día. Pero parece conveniente cuando menos no bajar la guardia y trabajar para generalizarla cuanto más mejor.

¿Por qué la ciudadanía quiere otro tipo de biblioteca pública?

Que las bibliotecas evolucionan, que han de adaptarse a las nuevas necesidades y a los nuevos usos, son afirmaciones que forman parte del sentido común bibliotecario de la época. Como ya hemos mencionado últimamente en este blog, las estadísticas parecen mostrar lo que intuimos en el día a día: un descenso en los préstamos y un incremento en la asistencia a actividades culturales varias, aunque con los matices y las excepciones de cada caso concreto, como no puede ser de otra manera.

Así pues, la biblioteca ha de evolucionar para afianzarse en ese nuevo papel que parece querer la ciudadanía.

Pero una pregunta muy interesante es ¿por qué la ciudadanía parece querer esa nueva biblioteca? Es decir, ¿por qué los ciudadanos parecen demandar cada vez un poco menos el préstamo y la lectura, y cada vez un poco más las actividades culturales?

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¿Bibliotecarios conservadores vs. liberales?, o contra las falsas dicotomías

Recientemente he presenciado cómo en una conversación sobre el futuro de las bibliotecas se echaba mano de una socorrida dicotomía: la de bibliotecarios conservadores vs. bibliotecarios liberales.

Debemos esa distinción a un artículo escrito ya hace unos años por Wayne Bivens-Tatum titulado justamente Conservative Librarians and Liberal Librarians. Recordemos brevemente qué es cada tipo de bibliotecario para Bivens-Tatum, citando al mismo autor. Las citas serán un tanto extensas, pero harán más justicia al espíritu original del artículo que una reinterpretación.

Así pues, según Bivens-Tatum, a los bibliotecarios conservadores…

les gusta el statu quo, para bien o para mal. No les gusta el cambio y luchan contra él. En las discusiones sobre el cambio, intentan ofuscar los problemas con argumentos irrelevantes, razonamientos falaces y cualquier otra cosa que puedan hacer para desviar la atención de los problemas existentes y las formas de resolverlos. Si alguien piensa que tal vez una situación actual tiene algunos problemas y que la gente debería tratar de resolver algunos de esos problemas, los bibliotecarios conservadores se resistirán, a veces escribiendo diatribas enojadas que difaman incoherentemente a sus oponentes y, a veces, escribiendo ensayos cautelosos y sobrecalificados que impugnan sutilmente el profesionalismo de los que no están de acuerdo con ellos.

Los bibliotecarios conservadores no tienen metas positivas. Sus objetivos son totalmente negativos. Primero, detener cualquier cambio en el statu quo. En segundo lugar, detener las conversaciones sobre cambiar el status quo y, si eso no es posible, oscurecer o descarrilar las conversaciones. Nunca saldrán y simplemente dirán: «Me gusta el statu quo y no quiero que cambie pase lo que pase y desearía que te callaras». Y les molesta que los llamen conservadores y lo negarán con vehemencia, porque si se reconoce que son conservadores que se oponen a todo cambio, independientemente de sus méritos, entonces sus argumentos, tal como son, serán inmediatamente ignorados por la mayoría de la gente.

Casi nada. ¿Y qué hay de los bibliotecarios liberales? Pues exacto, todo lo contrario:

Por otro lado, tenemos bibliotecarios liberales. Los bibliotecarios liberales están más abiertos al cambio porque son inteligentes, amantes de la diversión y tolerantes. El statu quo no les brinda ninguna comodidad particular y no temen la posibilidad de que las cosas cambien si eso significa una mejora. No quieren el caos, pero no les importa la experimentación y el progreso gradual. Les gusta la libertad de discusión no solo para ellos sino para otras personas. No intentan cerrar u oscurecer las conversaciones. Todo lo contrario. Si los bibliotecarios liberales tienen algún defecto, es que tienden a discutir las cosas hasta la saciedad. Son de mente abierta y quizás un poco demasiado idealistas. A veces sueñan demasiado, pero creen que, si bien las utopías no existen, aún brindan motivación para hacer un mundo mejor que el que tenemos ahora.

A los bibliotecarios liberales les gusta tomar lo que encuentran y dejarlo mejor que como lo encontraron. Los bibliotecarios conservadores encuentran esto desconcertante porque siempre prefieren lo que tienen a lo que podría ser mejor, porque incluso si el resultado final es mejor, el proceso de cambio siempre es malo. Cuando los bibliotecarios liberales hablan de posibilidades de mejora, los bibliotecarios conservadores se centran en las consecuencias negativas no deseadas. Cuando los bibliotecarios liberales describen mejores formas de hacer algunas cosas, los bibliotecarios conservadores afirmarán que cualquier pequeña mejora no hará ninguna diferencia real de todos modos, por lo que no tiene sentido intentarlo. Cuando los bibliotecarios liberales dicen que quieren libertad, los bibliotecarios conservadores etiquetarán esa libertad como tiranía.

Para cerrar el cuadro, Bivens-Tatum escribe que no hay nada intrínsecamente malo en ninguno de los dos tipos de bibliotecario, y que las bibliotecas necesitan de la participación de ambos.

Lo curioso de mi anécdota es que los participantes en la discusión parecían no percatarse de que el objetivo de Bivens-Tatum era realizar una sátira de la muy dañina manía de centrar las discusiones en dos bandos complemente definidos: aquellos que se oponen al cambio de forma cerrada, y aquellos que están dispuestos a abrazar con alegría cualquier tipo de cambio.

De hecho, el propio Bivens-Tatum tuvo que aclarar la naturaleza satírica de su escrito en un comentario al propio texto, como puede verse en la imagen:

El dicho artículo de Bivens-Tatum era a su manera una continuación de otro artículo denominado Two kinds of librarians, también de naturaleza satírica y que contenía un párrafo que creo que es el quid de todo el asunto:

La falsa dicotomía es algo útil y bello en su sencillez. Un pensamiento aterrador es que podría haber miles de bibliotecarios motivados por una variedad de valores. Es difícil comprender todos los valores, mucho menos el hecho de que incluso un solo bibliotecario puede tener múltiples motivos para actuar. Afortunadamente, no tenemos que entenderlo. Simplemente podemos dividir a los bibliotecarios usando varias dicotomías falsas. Los estoy dividiendo en bibliotecarios que dividen a los bibliotecarios en dos tipos y los que no, porque es mucho más fácil para mí entender el mundo de esa manera.

Es justo eso: es muy fácil, y muy tentador, tratar de zanjar cualquier discusión con una etiqueta que simplifique y ordene lo que puede ser una realidad complicada. En mi opinión, si hablamos del uso de esas dos categorías ficticias de bibliotecarios, apostaría a que es muy fácil zanjar la discusión sobre el cambio en las bibliotecas aporreando al interlocutor con la etiqueta de “conservador” o “tradicional”. Y es que los nombres suelen llevar asociados ciertos valores, colores y matices, como muestra con mucha sorna el escrito de Bivens-Tatum.

Así pues, ¿que no acabas de ver claro para qué tu biblioteca necesita un makerspace, un fablab, o esa actividad de extensión cultural de relumbrón? Eso es porque eres un bibliotecario conservador, y ni siquiera te has dado cuenta.

Uno puede resistirse a un cambio por diferentes motivos. Sin duda algunos habrá que tengan que ver con los miedos y los prejuicios particulares, pero quizá otros estén basados en buenos motivos, o en motivos no despreciables. Eso no quiere decir que el cambio haya de ser paralizado por los dichos motivos: todos sabemos que hay que cambiar e innovar, como reza el adagio. Pero los cambios mal digeridos, o por razones no del todo acertadas, pueden ser contraproducentes. Para un ejemplo, les invito a leer la reseña del libro de J-P Gallo León Espacios de biblioteca, que publiqué en este mismo blog.

En fin, no caigamos en lo que el propio Buvens-Tatum trataba de denunciar con su sátira, y no nos tomemos demasiado en serio etiquetas facilonas para encasillar a los bibliotecarios frente a las dinámicas de cambio.

Reseña: Espacios de biblioteca: presente y futuro, de José Pablo Gallo León

No hay duda de que la creencia de que las bibliotecas deben cambiar está fuertemente afianzada en buena parte de la profesión. De ahí la búsqueda de nuevos servicios que se presentan como innovadores, una apuesta de futuro en busca de asegurar la relevancia de nuestros centros.

No obstante, hay una cierta confusión sobre cómo exactamente debería ser esa biblioteca de futuro, no sólo desde el punto de vista de los servicios sino desde el punto de vista más inmediato y material, esto es: ¿cómo exactamente debería ser el edificio bibliotecario del futuro?

Es cierto que contamos con ejemplos muy mediáticos de bibliotecas futuristas que pueden servirnos de inspiración, pero al mismo tiempo también es cierto que no abundan las discusiones algo más sistemáticas sobre el estado de la cuestión. Y es por eso que el libro Espacios de biblioteca: presente y futuro de José Pablo Gallo León es un libro importante.

La obra está publicada por Editorial UOC en su colección El Profesional de la información, imprescindible para ponerse al día de las últimas tendencias bibliotecarias. En ese sentido, Espacios de biblioteca es un libro condensado (apenas 130 páginas), pero en este caso eso es una virtud: se nos informa de lo fundamental del tema de los espacios bibliotecarios, con abundantes referencias a la literatura especializada y ejemplos de edificios, pero sin que ello suponga saturación alguna para el lector (el estilo ágil y muy estructurado de Gallo también ayuda a ello).

Espacios de biblioteca es, además, un buen ejemplo de lo que creo que debería ser una obra sobre el futuro bibliotecario, de cualquier aspecto en particular: un ejercicio de equilibrio, en el que se apuesta por el cambio al mismo tiempo que se recuerdan las críticas fundamentadas, en el que se apuntan las tendencias sin caer en la futurología, en el que se destacan los modelos de éxito recordándonos que no hay que caer en la copia gratuita ni en la grandilocuencia, y en el que al mismo tiempo se pone en su justo contexto lo que en ocasiones a mi parecer sólo puede ser calificado como una manía gratuita por innovar.

Así pues, podemos decir que hay dos grandes líneas argumentales en el texto.

La primera es que no hace falta caer en la futurología para pensar en el futuro de las bibliotecas. Contamos con abundantes informes, prospecciones y análisis que pueden resultar valiosos, aunque en ocasiones también han resultado equivocados. Lo que se necesita, según el autor, no es futurología sino trabajo cotidiano fundamentado en tendencias que ya son palpables:

En realidad, no parece recomendable la innovación sin sentido ni quedarse parado, porque puede que cuando queramos avanzar sea demasiado tarde. El concepto es prepararse para el futuro construyendo el presente. Cuanto más nos adaptemos e innovemos, más prevenidos estaremos para lo que nos venga después. […] No es cuestión de aventurarse ni de hacer vaticinios, sino de trabajar con lo que tenemos, construyendo nuestro propio futuro mediante la innovación. Y, por supuesto, usando los estudios y fuentes que nos permitan adelantarnos en lo posible a lo que nos tenga que llegar. (pp. 31-32)

La segunda es que la deriva de nuestras sociedades apunta, tal y como argumenta Gallo a lo largo del texto, a un determinado modelo de edificio bibliotecario que puede resumirse en una doble vertiente: la biblioteca como ágora, como espacio de encuentro y de relación con la comunidad; y la biblioteca como contenedor agradable, como espacio adaptable a diversos usos y servicios y en el que apetezca entrar y estar.

La fórmula puede parecer simple, pero por descontado esconde múltiples matices, problemáticas y argumentos relacionados que el autor desgrana en los capítulos del libro. Como resumen que no hace justicia al contenido, digamos que las tendencias generales que Gallo nos expone son:

  • Tecnología ubicua
  • La experiencia de usuario como eje del diseño de espacios
  • La biblioteca como tercer lugar
  • La biblioteca como espacio de aprendizaje (no sólo “libresco”)
  • La biblioteca como espacio de creación
  • Existencia de múltiples espacios flexibles y adaptables

Como apuntaba más arriba, en el análisis de esas tendencias Gallo nos ofrece un muy bienvenido punto de vista crítico. Y es que no se trata de acoger sin más las tendencias en los espacios bibliotecarios, sino de reflexionar sobre ellas, sobre sus puntos fuertes y débiles, y de buscar su encaje general con la misión de una biblioteca y con lo que se puede ofrecer a los usuarios en base a esa misión.

Como muestra de lo que digo, un botón. Es cierto que hay necesidad de crear espacios dentro de la biblioteca que posibiliten la interacción entre los usuarios, y que eso hace que las bibliotecas se alejen del tópico de los templos de silencio. Pero no es menos cierto que, según la literatura especializada, una parte significativa de usuarios sigue acudiendo a la biblioteca justamente por el silencio, incluidos aquellos que a priori podríamos pensar que más interesados están en los espacios comunitarios. Por ejemplo, hablando de los espacios de aprendizaje activo en las bibliotecas académicas, el autor escribe:

[…] en los muy abundantes estudios de uso disponible en la bibliografía profesional indican que, en un espacio pensado para el trabajo en grupo con apoyo de la tecnología, muchos estudiantes trabajan de forma individual, no usan la tecnología y/o no desarrollan trabajo académico alguno. Para ese trabajo solitario, la mayoría suele buscar lugares más tranquilos. […] Si nos centramos en las necesidades del usuario para el diseño de nuevos espacios, lo primero que tenemos que recordar es que necesitan espacios de silencio, aunque estén demodés por la pujanza de los espacios de aprendizaje activo. (p. 55)

En mi opinión, es una desafortunada tendencia bibliotecaria la de bendecir los cambios porque son cambios, la innovación por la innovación, sin una reflexión que vaya más allá de los mismos. Se entiende la urgencia por cambiar, por seguir siendo relevantes, pero es una urgencia que paradójicamente puede ser contraproducente. Por eso me parecen refrescantes párrafos como, por ejemplo:

Es fácil distinguir como idea central subyacente la necesidad de evitar la desaparición de las bibliotecas, aunque a menudo parezca que lo que importan son nuestros puestos de trabajo, que queremos conservar a cualquier precio. Esto no sería malo en sí mismo, pues es natural, pero hace que muchas propuestas parezcan acríticas y se alejen del espíritu o sentido original de nuestros centros. Traicionan esa bibliotecidad. Eso, a la postre, puede ser contraproducente, pues condenarían a las bibliotecas a su desaparición real y, también, la de los profesionales. Como en el dicho, para para hoy, hambre para mañana. (p. 30)

La mención a la bibliotecidad es lo de más relevante. Creo es un concepto que se debería trabajar más en la esfera bibliotecaria y apostar por una teorización más robusta, dado su potencial discursivo y la necesidad de entender cabalmente qué es una biblioteca y qué se puede esperar de ella en unos tiempos de cambio que se percibe como acelerado.

Gallo ya trató el tema de la bibliotecidad en un ThinkEpi para El Profesional de la información, por lo que aunque en el libro se incluye un capítulo dedicado a la cuestión, su extensión es necesariamente breve (y a mí, que estoy interesado en el tema, me sabe a poco, aunque es sólo una cuestión de preferencia). Digamos que para el autor ese espíritu de lo que es una biblioteca es reconocible por los usuarios, y debe ser la guía que dirija los esfuerzos de cambio. Curiosamente, esos cambios más que alejar a las bibliotecas de su esencia íntima podría estar reconciliándolas con ella.

El libro también contiene sendos capítulos dedicados a el escenario de la biblioteca poscovid y a ejemplos de edificios bibliotecarios que pueden servir como inspiración (que no como copia).

Para concluir, digamos que Espacios de biblioteca es un título de la colección EPI de lectura obligada para orientarse en el importante tema de los cambios inmediatos en el espacio bibliotecario.

Cuando tener una biblioteca no es suficiente

Uno de los fenómenos relacionados con las pequeñas bibliotecas de barrio que más me llama la atención es el de aquellos usuarios veteranos que, con orgullo, mencionan de forma recurrente que “los vecinos han luchado mucho para que se construyera esta biblioteca”, y que luego hacen un uso mínimo, cuando no totalmente nulo, de esa misma biblioteca por la que dicen haber luchado. Como máxime, su aportación suele limitarse a visitas esporádicas para controlar lo que se hace en la biblioteca, y así fiscalizar su funcionamiento (si esto o aquello está roto, si esto o aquello se ha cambiado de sitio, …).

Está bien que así sea, porque ha de haber perfiles para todo y al fin y al cabo los ciudadanos también tienen derecho a fiscalizar lo que se hace en los equipamientos públicos. Pero a veces no puedo evitar preguntarme si esos usuarios entienden cabalmente cómo funciona una biblioteca: ¿piensan quizá que con que el barrio tenga la biblioteca es suficiente?; ¿consideran tal vez que basta con que se abran las puertas y haya personal sentado tras el mostrador para que la cultura obre su milagro benéfico sobre el barrio?

Huelga decir (porque si lees esto es que seguramente eres bibliotecaria) que así no es como funciona una biblioteca, pero nunca está de más recordarlo de una manera concisa y directa al grano, de una manera que además permita extraer alguna idea adicional para reflexionar.

Por pura serendipia, me he topado con esa forma concisa de la que hablo en el libro Diseño y evaluación de proyectos culturales: de la idea a la acción, de David Roselló i Cerezuela.

Utilizando como ejemplo de proyecto cultura el hipotético caso de creación de una biblioteca, escribe el autor:

Si la finalidad del proyecto es simplemente crear una biblioteca, lo que puede pasar es que una vez inaugurada ésta (con la consiguiente foto institucional), se da el proyecto por logrado y puede pasar (de hecho pasa) que no haya propuestas y sobre todo fondos económicos para el fomento de la lectura y el desarrollo del conocimiento, razón última por la que se crean las bibliotecas.

Más allá de un simple error conceptual, se trata de definir muy bien la finalidad (en este caso la lectura y no el edificio-biblioteca) para que luego el proyecto sea realmente provechoso para la población. Dicho de otra manera, se puede llegar a preferir un buen proyecto de fomento de la lectura realizado en diferentes equipamientos culturales o incluso no culturales, que una biblioteca muy bien construida con todo lujo de materiales pero funcionando luego a medio gas debido a la falta de medios para su buen rendimiento. Ahondando en el caso, ¿quién puede plantearse como finalidad que haya una biblioteca en el pueblo? Por ejemplo, una asociación de vecinos (que no tiene la potestad ni el capital para construir una biblioteca). Se puede plantear llevar a cabo una serie de acciones reclamatorias para que finalmente la institución correspondiente termine edificando la biblioteca. Incluso en este caso no se debería olvidar que, en el fondo, lo que se busca no es un nuevo edificio en el pueblo sino una mejora del acceso a la lectura y al conocimiento por parte de la población. Para ello se hace una biblioteca.

Como digo, todo bibliotecario debería ser consciente de lo anterior: sin una planificación sobre cómo fomentar y llevar a cabo las finalidades propias de una biblioteca (la más obvia es la lectura), erigir una biblioteca y abrir sus puertas por sí mismo no sirve.

No estaría de más que pudiera realizarse cierta pedagogía entre los usuarios, no ya como usuarios de biblioteca sino como ciudadanos, para que puedan captar mejor la complejidad que encierra el trabajo cultural y la llegada a buen puerto de las misiones bibliotecarias.

Y, ahondando más en esta idea, tampoco estaría de más hacer esa pedagogía entre ciertas  autoridades municipales que curiosamente también parecen considerar que con abrir las puertas es suficiente y no, no lo es: han de desarrollarse políticas culturales sólidas, planes coherentes de fomento de la lectura y de extensión cultura, y en especial hay que tener las ganas y la capacidad para ello. Si no, tener una biblioteca nunca es suficiente.

Bibliotecarios y curación de contenidos, diez años después

Este año 2022 se cumplen diez años de un muy modesto pero relevante hecho para quien esto escribe. En marzo de 2012 impartí en el Colegio Oficial de Bibliotecarios Documentalistas de Cataluña (COBDC) el curso Nuevo perfil profesional: el content curator.

El curso pretendía introducir a la audiencia bibliotecaria lo que por entonces comenzaba a considerarse como un nuevo y prometedor perfil profesional, el del content curator. Y, hasta donde sé, mi presentación bien podría considerarse como una de las primeras (si no la primera) tentativa seria de establecer unas bases creíbles para esa relación entre el perfil bibliotecario y el perfil del content curator.

Ni que decir tiene que en estos diez años han pasado muchas cosas en lo que respecta a la divulgación de la curación de contenidos. Por ejemplo: se ha pasado página de la cuestión terminológica y se ha acabado imponiendo el barbarismo «curador» de contenidos; se han publicado libros (como el también pionero manual de Javier Guallar y Javier Leiva El content curator: guía básica para el nuevo profesional de internet ) y artículos (de nuevo a destacar la incansable labor divulgadora de Javier Guallar) que profundizan en diversos aspectos de la «curación» de contenidos; y se ha reivindicado el papel de la curación de contenidos por diversos ámbitos profesionales (periodismo y marketing siendo los más obvios).

No voy a hacer un balance detallado de lo que estos diez años (por seguir con ese fecha simbólica para mí) han supuesto para la profesión bibliotecaria el afianzamiento de la curación de contenidos, pero sí que creo que hay que dejar una reflexión general: a pesar del tiempo transcurrido, como colectivo seguimos sin creernos seriamente a la curación de contenidos.

Y para muestra, un botón: en este blog ya me hacía eco de un artículo de Javier Guallar y Paula Traver que repasaban qué tal lo estaban haciendo las bibliotecas con respecto a la curación de contenidos. Y el mensaje global es que se están haciendo cosas bien, pero falta mucho recorrido y hay mucho margen de mejora. Nótese, por insistir en lo mismo, que la curación de contenidos es un movimiento con más de diez años de recorrido, un tiempo que parece más que prudencial para que los profesionales de la información por excelencia, los bibliotecarios, se hubieran tomado más en serio las posibilidades que encierra la curación.

El por qué no ha acabado de cuajar la curación de contenidos entre el ámbito bibliotecario es una pregunta compleja que seguro tiene diversas respuestas: deriva de la profesión, desgana, asunción de que «eso ya lo hemos estado haciendo durante mucho tiempo», y etcétera. (Puede consultarse la mencionada entrada para mi análisis personal). No obstante, no deja de ser sorprendente cómo otras aventuras un tanto más dudosas se han adaptado con entusiasmo (makerspaces y bibliolabs) mientras que una actividad propiamente bibliotecaria (recolección, tratamiento y difusión de la información) parece haberse dejado de lado. Una lástima.

Dejo en esta entrada la presentación de aquel modesto curso del año 2012, y permítanme la inmodestia de recomendarles mi libro Curación de contenidos para bibliotecas .

La violencia en la biblioteca pública no es parte del trabajo

El pasado 2019 publiqué en la plataforma BiblogTecarios un artículo bajo el título La violencia en al biblioteca pública no es parte del trabajo. La lectura de un mensaje enviado a la lista IWETEL por parte de Julio Alonso Arévalo me ha hecho recuperar el dicho artículo, y publicarlo en este blog.

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